San Lorenzo y La Venta fueron centros monumentales sin paralelo en Mesoamérica temprana, con arquitectura monumental (plataformas, pirámides, patios ceremoniales) y esculturas megalíticas como cabezas colosales y altares que exponen autoridad real y ritual.
Estas ciudades controlaban recursos hidráulicos y proveedores de materias primas, lo que sugiere un grado de centralización económica y organizativa. Por ejemplo, el sistema de drenaje en San Lorenzo pudo haber permitido desecar cenagales para la ocupación urbana y agrícola.
Aunque no se han hallado inscripciones que identifiquen gobernantes por nombre (como en los mayas), se supone que las cabezas colosales son retratos de líderes, posiblemente sacerdotes-reyes que encarnaban el poder espiritual y la autoridad del linaje.
La iconografía muestra figuras en actitud femenina-jaguar o transformación, vinculadas con prácticas chamánicas. Se infiere la existencia de una elite asociada a funciones rituales, y un probable sacerdocio especializado que legitimaba el poder político por vía religiosa.
La estructura política y social olmeca puede entenderse como un sistema policéntrico, con varios núcleos principales que ejercían influencia sobre áreas periféricas. San Lorenzo, La Venta y Tres Zapotes eran los puntos más influyentes, pero no necesariamente controlaban de forma directa todo el territorio.
En las áreas periféricas —como la Sierra de los Tuxtlas, el Valle de Oaxaca o la Costa del Pacífico— la influencia olmeca se manifestaba principalmente en el estilo artístico, las técnicas constructivas y ciertos patrones de intercambio. No hay evidencia concluyente de una administración directa, lo que sugiere una relación de tipo hegemonía cultural y económica más que dominación militar.
En este contexto, los centros olmecas funcionaban como hubs de redistribución:
Importaban bienes y materias primas de la periferia.
Exportaban objetos manufacturados y símbolos de prestigio.
Mantenían vínculos diplomáticos y matrimonios estratégicos con líderes periféricos. La relación centro–periferia también implicaba interdependencia. Por ejemplo, las comunidades periféricas proveían obsidiana o pigmentos minerales que no existían en el núcleo olmeca, mientras que las élites centrales ofrecían productos acabados y legitimidad política mediante alianzas. Este intercambio, más que la coerción armada, era la base de la cohesión del sistema.
Aunque la evidencia directa es limitada, los estudios comparativos con otras sociedades mesoamericanas permiten inferir ciertos patrones.
Las mujeres probablemente tenían un papel central en la producción doméstica y artesanal, incluyendo textiles, cerámica utilitaria y procesamiento de alimentos. También pudieron participar en redes de intercambio locales, especialmente de productos agrícolas y manufacturas ligeras.
Los hombres, en cambio, eran mayoritariamente responsables de actividades agrícolas pesadas, pesca, caza y transporte de bienes a larga distancia. La construcción de obras públicas también era tarea masculina en su mayor parte.
En el nivel élite, las mujeres podían desempeñar funciones diplomáticas a través de alianzas matrimoniales entre diferentes linajes, consolidando relaciones políticas entre centros y periferias. La evidencia de ajuares funerarios ricos en tumbas femeninas sugiere que algunas mujeres gozaban de un estatus social elevado y podían influir indirectamente en la administración y el comercio.
El sistema no era estrictamente patriarcal en el sentido de excluir a las mujeres de toda toma de decisiones, pero sí estaba estructurado de manera que la mayoría de los roles políticos visibles eran masculinos.